sábado, 3 de mayo de 2014

De una madre para su hija que también quiere ser madre



Estábamos sentándonos a comer cuando mi hija casualmente menciona que ella y su esposo están pensando en “empezar una familia”.
“Estamos haciendo una encuesta" –dice ella, en broma– “¿Crees que debería tener un bebé?”
“Cambiará tu vida” digo, cuidadosamente manteniendo mi tono neutral. “Yo sé” dice, “no más fiestas los fines de semana, no más vacaciones espontáneas...”
Pero eso no es en absoluto lo que yo quise decir. Miro a mi hija, intentando decidir qué decirle. Quiero que sepa lo que ella nunca podrá aprender en las clases de parto. Quiero decirle que las heridas físicas por dar a luz un niño sanarán, pero que el volverse madre la dejará con una herida emocional tan profunda por la cual ella será vulnerable para siempre.
Pienso en advertirle que ella nunca leerá de nuevo un periódico sin preguntarse “¿Y si eso le hubiera pasado a mi niño?” Que cada accidente de aviación, cada incendio en una casa la obsesionará. Que cuando vea fotos de niños hambrientos, se preguntará si algo podría ser peor que vivir la muerte de su niño.
Yo la miro cuidadosamente, sus uñas finamente pintadas y el traje elegante y pienso que no importa cuán sofisticada ella sea, el convertirse en madre la reducirá al nivel primitivo de una osa que protege su cachorro.
Que una llamada urgente de “¡Mamá!” le hará dejar caer un soufflé o su mejor cristal sin vacilar por un momento.
Siento que debo advertirla que no importa cuántos años ella haya invertido en su carrera, ésta se descarrilará profesionalmente a causa de su maternidad. Ella podrá hacer los arreglos para dejar al niño en casa al cuidado de una niñera, pero un día irá en camino de una reunión de negocios importante y recordará el dulce olor de su bebé, y tendrá que usar cada gramo de su disciplina para no correr a casa, sólo para asegurarse que su bebé está bien.
Yo quiero que mi hija sepa que las decisiones cotidianas ya no serán rutina. Que el deseo de un niño de cinco años de ir al baño de hombres y no al de mujeres en McDonald’s se volverá un dilema mayor. Que justo allí, en medio del ruido de bandejas y niños gritando, los problemas de independencia e identidad de sexo serán sopesados contra la perspectiva de que haya un abusador de niños acechando en ese baño.
No importa cuán decisiva pueda ser ella en su trabajo, se criticará a sí misma constantemente en su papel de madre. Mirando a mi hija tan atractiva, quiero asegurarle que en el futuro ella perderá los kilos de más del embarazo, pero nunca se sentirá igual sobre ella misma. Que su vida, ahora tan importante, será de menos valor para ella una vez que tenga un niño.
Que por los hijos ella tendrá que renunciar a la vida que ahora tiene, pero que también empezará a desear tener más años, no para lograr sus propios sueños, sino para ver a sus hijos lograr los suyos. Yo quiero que ella sepa que una cicatriz de cesárea o las estrías se convertirán en insignias de honor. La relación de mi hija con su marido cambiará, pero no de la manera que ella piensa. Deseo que ella pudiera entender cuánto más uno puede amar a un hombre que tiene cuidado para empolvar a su bebé o que nunca duda para jugar con su niño. Yo pienso que ella debería saber que se sentirá de nuevo completamente enamorada de él por razones que ahora encontraría muy poco románticas.
Yo deseo que mi hija pudiera darse cuenta del lazo que ella sentirá con mujeres a lo largo de historia que han intentado detener guerras, discriminación y borrachos al volante. Espero que ella entienda por qué yo puedo pensar racionalmente sobre la mayoría de los problemas, pero ponerme como loca cuando discuto sobre la amenaza que supone una guerra nuclear en el futuro de mis hijos.
Yo quiero describir a mi hija la euforia de ver a su niño cuando aprenda a montar una bicicleta. Quiero capturar para ella las carcajadas de un bebé que está tocando la piel suave de un perro o un gato por primera vez. Quiero que saboree la dicha que es tan real, que de hecho duele. La mirada interrogativa de mi hija me hace caer en cuenta de las lágrimas que se han formado en mis ojos.
“Nunca te arrepentirás de ello” digo finalmente.
Entonces alcanzo por sobre la mesa la mano de mi hija y la aprieto y ofrezco una oración silenciosa por ella, y por mí, y por todas las mujeres que tropezaron en su camino hacia la más maravillosa de todas las profesiones. Este regalo bendito de Dios... el hecho de ser Madre.


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